Vísperas
No recuerdo cuánto hace que no lloro y eso es buena razón para que esté un poco preocupado.
Suelo comenzar cada etapa o prometerme una reconsideración de las cosas que no han venido saliendo como quisiera con un puñado de lágrimas.
En ocasiones me he convertido en uno de esos tontos que no lloran por lo duro que les toca sino por lo bello que no ha ocurrido. Puedo mirar por la ventana y evocar con suma facilidad un momento que no ha llegado. Pongamos, por ejemplo, el día en que me entreguen mi título universitario.
Odio la carrera que escogí, odio a las autoridades de la universidad, odio mucho del ambiente absurdamente competitivo en el que se desenvuelven mis compañeros de hoy, un poco más que los de ayer. Y sin embargo, ahí estaré, en el Teatro Español de Trelew, con saco azul, camisa blanca y sin corbata en algún caluroso día de diciembre. Juraré por dios y la patria desempeñar lealmente la profesión, y llegado mi turno, subiré por la escalerita, en medio de la gran ovación con que se suele saludar a los estudiantes rezagados, me entregarán el bendito papel y antes de bajar la escalerita saludaré a mi madre que me mira lloricosa desde algún palco, acaso a mi amor y a mis amigos que corean mi nombre. Tal vez levante los brazos como Perón o antes de poder hacerlo me quiebre en un puñado de lágrimas traicioneras, pero felices.
Cuando termine la ceremonia, subiremos todos al escenario de nuevo, dejaremos de envidiar por un rato la suerte del artista que ve el teatro desde la mejor posición y nos sacaremos fotos.
Tal vez sea un buen motivo para llorar el cerrar un ciclo al que recordaré con rebelde nostalgia de los tiempos en que aspiraba al aplauso más difícil, el de mis pares.