sábado, enero 31, 2004

Vísperas

No recuerdo cuánto hace que no lloro y eso es buena razón para que esté un poco preocupado. Suelo comenzar cada etapa o prometerme una reconsideración de las cosas que no han venido saliendo como quisiera con un puñado de lágrimas. En ocasiones me he convertido en uno de esos tontos que no lloran por lo duro que les toca sino por lo bello que no ha ocurrido. Puedo mirar por la ventana y evocar con suma facilidad un momento que no ha llegado. Pongamos, por ejemplo, el día en que me entreguen mi título universitario. Odio la carrera que escogí, odio a las autoridades de la universidad, odio mucho del ambiente absurdamente competitivo en el que se desenvuelven mis compañeros de hoy, un poco más que los de ayer. Y sin embargo, ahí estaré, en el Teatro Español de Trelew, con saco azul, camisa blanca y sin corbata en algún caluroso día de diciembre. Juraré por dios y la patria desempeñar lealmente la profesión, y llegado mi turno, subiré por la escalerita, en medio de la gran ovación con que se suele saludar a los estudiantes rezagados, me entregarán el bendito papel y antes de bajar la escalerita saludaré a mi madre que me mira lloricosa desde algún palco, acaso a mi amor y a mis amigos que corean mi nombre. Tal vez levante los brazos como Perón o antes de poder hacerlo me quiebre en un puñado de lágrimas traicioneras, pero felices. Cuando termine la ceremonia, subiremos todos al escenario de nuevo, dejaremos de envidiar por un rato la suerte del artista que ve el teatro desde la mejor posición y nos sacaremos fotos. Tal vez sea un buen motivo para llorar el cerrar un ciclo al que recordaré con rebelde nostalgia de los tiempos en que aspiraba al aplauso más difícil, el de mis pares.

jueves, enero 29, 2004

Cachorros

Qué tendrán los hijos que cuando uno se prepara, aunque más no sea en el pensamiento, empieza a portarse bien, porque a los chicos hay que darle el ejemplo, y así, como venimos, rotos pero descosidos, buenos pero dañinos, albañiles que trabajan entre los escombros de lo que pudo ser. No sé qué es, pero no ha de preocuparme. No soy padre y no lo seré en breve. Pero suelo interrogarme mucho al respecto. Llegada cierta inflexión de la vida uno no puede resignarse a seguir cometiendo los mismos errores de antaño. Y cómo aprender sino de esos seres que aun no se han contaminado de esta kermesse que reparte bofetadas como premios. He sentido alguna vez que era triste esa etapa vital en la que uno deposita todos sus sueños en sus hijos. Me sonaba a tiempo cumplido, a basta para mí. Me confieso tonto una vez más. Pequeños dioses somos cuando el amor que tenemos por otro ser proyectado en lo que vendrá se convierte en una persona en miniatura, bicho inocente y sincérrimo. Dioses pequeños que se ilusionan con seguir pedaleando después que caiga la bandera.

martes, enero 27, 2004

Diapsálmata

Diapsálmata es un lugar que me llama cuando me cercan las tribulaciones. Allí las cosas se arriman y se alejan sin que yo les pida nada. Sólo exigen a cambio que me detenga un momento a descomponer este escenario en objetos y atributos, que reflexione, que me disocie del ser que soy. No es un sitio donde uno pueda ir apurado. Para llegar a él hace falta superar el trance del desconcierto y del desconsuelo. Hay calma, no pereza ni ruido. No hacen falta compañías. Basta con la multitud que llevo dentro. Es punto de partida. Allí conociendo me comprendo, lamo mis heridas, me repongo. Puedo escribir alguna de sus postales y de hecho lo hago. Así descubro el placer de ser cronista y lector; verbo, cualidad, objeto y creador. Quizá sea una isla. Acaso sólo una silla con almohadón, de cara a la ventana con vista al poniente. O una prometedora ondulación de mujer. Donde mueren las horas es preciso renacer.

lunes, enero 26, 2004

Lectura

Una niña de sólo dieciséis meses acaba de recibir su ansiado transplante de corazón. Cada mañana de la última semana, al escuchar que su estado se agravaba porque no había donante y por lo tanto órgano, no pude sino decirme “este es el último día; no creo que aguante más que hoy”. Imagino en otras latitudes muchos argentinos que no han prestado su conformidad para donar sus órganos compadeciéndose con el cruel destino de la criatura. Pero ella fue capaz de alcanzar el bendito momento en que el cirujano hundió el bisturí. Acaso por cierto apego enfermizo a la literatura no puedo evitar leer cada cosa que sucede a mi alrededor. Y al pensar en un hecho pequeño como este, aunque magnificado por el poder de las comunicaciones, me figuro la vida que podrá llevar Abril -que así se llama la niña en cuestión-. Puede que su vida este salpicada por la luz de la marquesina y deba cansarse de dar explicaciones sobre la lección de vida que nos da. O tal vez viva una vida común, sin sobresaltos ni destellos, y su epifanía sea un momento del cual no guarda memoria. La peor posibilidad es que no sobreviva al duro pos-operatorio, tercera etapa de la ardua brega (primero esperar el corazón de algún ánima generosa, después la compleja intervención quirúrgica). Sin embargo, lo que ella tenía para decir ya está dicho sea cual fuere el umbral que la convoque. Es cuestión de estar despierto hasta la última noche.

sábado, enero 24, 2004

Felicidad

Una noche de este caluroso verano me di el último paseo de la noche para fumarme un último cigarrillo y me puse a mirar por la ventana. La ventana tiene rejas como es ley de estos tiempos, de manera que cuando me paro a mirar la vida, nocturna en este caso, me agarro de las rejas como si fuera un preso en impropia casa, pero no es mi casa. Para ser mi casa le falta el arroyito misérrimo y el canto de los grillos. Y como si fuera en modesta embarcación dejé que mis pensamientos fluyan hacia distritos leves. Y me sentí feliz. Pensé un montón de cosas estúpidas. Estúpidas como la felicidad de ese momento. Y no pude reprimir mi espíritu analítico y quise escrutar las razones de mi felicidad. Inventarié amarguras recurrentes y me di cuenta de que siempre eran la misma amargura que muta en formas. Las cotejé con los puntos fugaces, vertiginosos, mezquinos, que me han alegrado. Eran pocos pero también emergían de una mar en común. Soy feliz porque tengo todo el mal y todo el bien que necesito. Esta noche se equilibran en la balanza. Ser feliz me sabe a oquedad. Es hora de apagar el cigarrillo y acostarme.

miércoles, enero 21, 2004

María

Nunca entendí porque la primera mujer, o la que pensamos que fue la primera mujer, no se llamó María. En María siento la abolición de las distancias. María es cerca, un ya interminable, este minuto y el que ha de venir. Es el prisma que corta la penumbra en un modesto manantial de colores. Los demás nombres quedan lejos. Acaso sean sus vocales lo que le dan un carácter enfático de pliegue femenino, a quién puede importarle. Si también lleva dentro de sí al mismo mar que en su perseverancia corroe y mata. Es el precipicio que invita a ser su próximo bocado y no por eso resulta menos tentador. Hay infinitos nombres de mujer. Incluso puede que haya más nombres que mujeres propiamente. Los hay hermosos por su brevedad, por el sabor que uno les siente en el paladar cuando los dice o por las virtudes que connotan. Los hay bellos porque invitan a lugares sutiles, a tiempos endulzados o a recuerdos dignos de reproducir en la mente una vez y otra y otra... Pero María es todas las mujeres a tal punto que creo que si interrumpiera el bullicio de una calle cualquiera pronunciando María la mitad de las mujeres se darían vuelta a mirarme aunque no reconocieran mi voz. En tal caso no sé qué haría yo. Quizá como quien roba la paz del estanque de un piedrazo lo más apropiado sea salir de ahí corriendo o pidiendo disculpas. Digo María y sospecho mujer y por lo tanto problema fascinante e irresoluble, provincia lindera con la magia simple, la del día a día sin estridencia ni conejo ni galera. Digo María y me siento algo más que la hoja que pelea con el viento. Algo más que no alcanzo a precisar. Al cabo, cuando no pueda ya decir ese bendito nombre seré definitivamente incompleto.