sábado, julio 10, 2004

mirares, despertares

En estos tiempos de modernidad y automatismo y todo sin el menor esfuerzo tienta pensar que el conocimiento del hombre avanza como si lo guiara un piloto automático, un engendro programado de antemano por algún otro puñado de hombres que se creyó en condiciones de decir de qué va esto y cuánto y cómo. Puesto así, todo se ve sumamente oscuro, especialmente en la medida que este carro en el que viajamos es guiado por un motor del que no conocemos el mecanismo y para ocasiones como esta el camino del fatalismo está pavimentado por la resignación. Esto dicho a propósito de lo que a mis ojos es la decadencia intelectual más profunda que pueda el ser humano imaginarse. Ya no tenemos demasiadas excusas, el conocimiento crece de manera exponencial y de su mano una mitad del mundo da de comer al otro, que puede regodearse a placer en comodidades que lucen obscenas si se las mide con la vara de las verdaderas necesidades que puede tener un hombre, las elementales. Sin embargo, se profundiza el vacío espiritual propio de llevar hasta las últimas instancias la consigna del lo-importante-es-estar. No es relevante el para qué. Rige la primacía con toques de tiranía del hoy por sobre el pasado, que se quiere olvidar sin medir consecuencias. Y el futuro? Esa menos atendible aun, toda vez que responde a una abstracción, a la ocurrencia de alguna cabeza que no da pie con bola. Y si ya sabemos todo cuanto quisimos saber y lo que nos resta está ahí, al caer, cuál es la carencia. Creo yo que es el aprender a mirar las cosas de otro modo, escaparle a la linealidad ruin que nos carcome nuestras ansias de pretender perdurar de algún modo. Ahí veo yo el punto que debieran atacar los intelectuales: el de despertar a las gentes de este sueño que de a ratos se vuelve pesadilla. Ya queda poco por ver, está todo a la vista, y sin embargo podemos darnos el lujo de sentirnos vacíos porque nadie nos enseña a mirar un poco mejor esto que tenemos. Pienso en Stanley Kubrick. Ya no está entre nosotros más que en su poca pero valiosa obra. El sí que sabía el modo de decir que puede verse este todo de otra manera.

martes, julio 06, 2004

amor y perros

Me apuntan que un señor, que ha hecho de su profesión el escribir libros, ha anotado por ahí que no saben nada del amor aquellos que no han besado a un perro. Dije que escribe libros, y esta vez no es una errata, porque no creo en absoluto que eso que él hace pueda siquiera aspirar a ser una forma menor de la literatura. Is the power of the words me decía hace poco una amiga. En esa frase ambicionaba elucubrar el encanto que le había provocado un texto. La literatura es eso: sacudir los chinchulines con una vibración hecha de palabras. Literaria es la anotación en una pared antes que un recetario impreso en papel de lujo y tapas duras. Pero el problema no es ése. Lo que verdaderamente me produce un escozor de esos que no pueden disimularse es que pueda pasar por la cabeza de alguien la meridiana posibilidad de trazar un vínculo entre el amor, la única excreción humana capaz de ser espejo de la naturaleza, y un perro, ni más ni menos que un perro. No cuestiono el cariño que pueda tenerse por animales y plantas. Del mismo modo, o quizá más enfermiza aun, es mi devoción por la tierra y la lluvia, pero rebajar el amor a esas instancias me parece cuantimenos una metáfora poco feliz. Amar es entregarse con la guardia baja a la eventualidad más que probable de ser lastimado allí donde no llegan los apósitos ni surten efecto los analgésicos. Ya quisiera un caniche ser capaz de urdir la traición más elemental. Me duele ser el árbol que le da su pulpa a tanto palabrerío hueco como ese que supone que erradicadas las razones del mal seremos todos felices como perros. Eso no es más que la aspiración de erigir leyes generales sin haberse mirado ni tan siquiera el propio ombligo. No demasiado lejos de ahí se libra cada día la única batalla, la que no debe de acabarse porque con ella se termina esto que llamamos Humanidad. Es la tensión de esas fuerzas contrapuestas que habitan en nuestra esencia la que nos mantiene despiertos, con deseos de poner la mejilla aunque nos espere la bofeteda. La existencia de ese brasa caliente que de vez en vez se convierte en llamarada es la que distingue a la raza humana de esos pobres seres. Por eso los Hombres -así, con mayúscula- aman y los perros son perros.